Cancer, enfermedad inmortal. ¿puede imaginarse en el futuro un final del cáncer? ¿Es posible erradicar para siempre esta enfermedad de nuestro cuerpo y nuestras sociedades? El cáncer no es una sola enfermedad, sino muchas. El crecimiento anormal de las células.
En 1899, cuando Roswell Park, un conocido cirujano de Buffalo, sostuvo que algún día el cáncer dejaría atrás a la viruela, la fiebre tifoidea y la tuberculosis para llegar a ser la principal causa de muerte en la nación, sus palabras fueron recibidas como una «profecía bastante inaudita».
En la mayoría de las sociedades antiguas la gente no vivía lo suficiente para tener cáncer. Hombres y mujeres fueron durante mucho tiempo consumidos por la tuberculosis, la hidropesía, el cólera, la viruela, la lepra, la peste o la neumonía. La civilización no causó el cáncer sino que, al extender la duración de la vida humana, lo sacó a la luz.
Hoy sabemos que el cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola célula. Este es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la división y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se rompen, por lo que esta no puede dejar de crecer.
La división celular nos permite, como organismos, crecer, adaptarnos, recuperarnos, repararnos: vivir. Y cuando se distorsiona y se desata, permite a las células cancerosas crecer, prosperar, adaptarse, recuperarse, repararse: vivir a costa de nuestra vida. Las células cancerosas pueden crecer más rápido y adaptarse mejor. Son una versión más perfecta de nosotros mismos.
El cáncer nos asfixia al llenar el cuerpo con demasiadas células; es consunción en su significado alternativo, la patología del exceso. El cáncer es una enfermedad expansionista; invade los tejidos, establece colonias en paisajes hostiles, busca un «santuario» en un órgano y luego migra a otro.
El secreto de la batalla contra el cáncer radica, entonces, en encontrar los medios de impedir que esas mutaciones se produzcan en las células vulnerables, o en eliminar las células mutadas sin poner en riesgo el crecimiento normal.
El cáncer imprime su marca en nuestra sociedad: a medida que prolongamos la duración de nuestra vida como especie, desencadenamos inevitablemente un crecimiento maligno (las mutaciones de los genes del cáncer se acumulan con el envejecimiento; así, la enfermedad tiene una relación intrínseca con la edad). En consecuencia, si la inmortalidad es nuestra aspiración, también lo es, en un sentido bastante perverso, la de la célula cancerosa.
La esperanza de vida de los estadounidenses pasó de cuarenta y siete a sesenta y ocho años en medio siglo, un salto de la longevidad más grande que el alcanzado en el transcurso de varios siglos anteriores.
Cada generación de células cancerosas crea un pequeño número de células que son genéticamente diferentes de sus progenitores. Cuando una sustancia quimioterapéutica o el sistema inmunológico atacan el cáncer, los clones mutantes que pueden ofrecer resistencia al ataque se desarrollan. Las células cancerosas más aptas sobreviven.
La radiación, el hollín y el humo del tabaco, agresiones diversas y sin relación aparente entre sí, ponen en marcha el cáncer, al mutar y así activar los oncogenes precursores dentro de la célula.
Las células normales son idénticamente normales; cada célula maligna, por desdicha, toma su propio camino para llegar a serlo.
Las herramientas que usaremos para combatir el cáncer en el futuro se modificarán, sin duda alguna, de manera tan espectacular en cincuenta años que la geografía de la prevención y la terapia oncológica podrían llegar a ser irreconocibles. Pero mucho, en esta batalla, seguirá siendo igual: la implacabilidad, la inventiva, la resiliencia, la inquieta oscilación entre el derrotismo y la esperanza, la pulsión hipnótica de búsqueda de soluciones universales, la decepción de la derrota, la arrogancia y la desmesura.
Artículo basado en El Emperador de todos los males por Dr. Siddhartha Mukherjee, profesor asistente de medicina de Columbia University
Ivan Padron